Divagaciones
Mis amigos me han sugerido que escriba un comentario en el que explique qué ha significado para mí trabajar como traductora. Para ser sincera, al ponerme delante del ordenador e intentar describir lo que conlleva (bajo mi punto de vista) dedicarse a este oficio, me he quedado con la mente en blanco y la mirada fija en la pantalla un buen rato, no sabría decir cuánto tiempo, porque ha sido como si me hubiese sumergido en un peculiar ejercicio de relajación para dejar fluir las ideas al liberar el alma, la mente o lo que sea... Si es que es algo. Y no voy a entrar a discutir sobre esto porque es un tema harto debatido desde hace siglos, desde que a algún antepasado se le ocurrió preguntarse quién era, de dónde venía y hacia dónde iba. Dependiendo de cómo tengas el día, viene la coletilla: ¿Y merece la pena?
Como he dicho, no voy a entrar en temas metafísicos, así que pasamos hoja.
Cuando salí de mi Nirvana particular, comprobé que la pantalla seguía en blanco, que no había venido ninguno de esos enanitos de nuestros cuentos infantiles que se ocupaban de hacerte el trabajo por la noche mientras tú (en plan egoísta absoluto como sólo los niños pueden serlo) dormías plácidamente y te soñabas encarnado en algún héroe o heroína de las pelis, alguien bello, fuerte, imbatible, admirado y aplaudido.
Esto... por cierto. ¿Es impresión mía o es que conforme las consolas se multiplican y reproducen como la freza de los peces se está dejando de soñar este tipo de sueños? ¿Se sueña hoy? Sí, claro que se sueña. Es una de las distintas etapas del sueño, así que imagino que ahora nos convertimos en Lara Croft o en cualquiera de los últimos super-magníficos-maravillosos-chachipiruli héroes y villanos de los juegos que, mira tú por donde, salen ya a la par que la peli de aventuras de turno. Maravillas de la informática -más bien del marketing- y de los tiempos frenéticos que vivimos; tiempos en los que se quiere todo y se quiere ya. Si además es por la “feis”, mejor que mejor.
¡Ups! (como diría un pequeño personaje de una de las series en las que he trabajado.) Me he desviado, he perdido el norte y ya no sé hacia dónde iba. A ver, recapitulemos...
¡Ah, sí! Los enanitos, esos capullos (mis disculpas, pero está así en el guión) que tendrían que haber venido a escribir esta... (tos)... reflexión (más toses para cortar la risa floja que me ha entrado), se han tomado la noche libre porque es el día del “currante anónimo”. “Enanos creativos de Fantasía: ¡uníos! ¡El vestido de paja convertida en hilo de oro, para quien lo teje!” O sea, que me toca darle a la tecla (y al coco) a mí porque hoy andan alborotados los colaboradores de mis sueños. Espero que sepáis disculpar mis carencias.
Entonces recordé lo que pasó cuando leí el artículo de César Ayala, que hizo que me sintiera identificada con sus opiniones y me convenciera de que no era un bicho raro. Por ello, mi siguiente paso ha sido recurrir a la herramienta más utilizada entre los internautas hoy por hoy, ¿adivináis? Claaaaro: ¡San Gúguel! Ahí busqué qué piensan y qué comentan otros traductores con la esperanza de que se diera de nuevo esa identificación con sus “gozos y sombras”, así como descubrir más cosas y aprender.
Ahí sí que me he quedado absorta con lo que iba leyendo y me he olvidado de lo que me rodeaba, cosa, por otro lado, a la que estoy acostumbrada por mi trabajo y que tampoco cuesta tanto esfuerzo, porque, aparte de los pertrechos necesarios para realizar el trabajo, poco hay en el despacho de lo que sea necesario aislarse.
El resumen de esas lecturas es que, por lo general, se habla de soledad, de responsabilidad, de autonomía laboral llevada con orgullo. Y de inseguridad económica —en cuanto a poder contar con unos ingresos más o menos regulares— llevada como se puede. Sí, claro que se aprende algo. Siempre.
Por un lado, te viene bien comprobar que no eres una tía rara, que ciertas ideas, manías y sensaciones son inherentes a esta profesión, no porque las neuronas te estén patinando. Que también puede ser, ¿eh? No hay que descartar ninguna posibilidad. Por otro lado, he leído artículos y comentarios que me han encandilado por la riqueza del vocabulario y los recursos literarios... (Oh, sí, es que —además— hay que procurar ser un poco escritor, ocupación que algunos de esos traductores tienen. Iba a decir también, pero creo que el “también” en este caso debe de ir con “traducir” no con “escribir”: algunos escritores también traducen.) En resumen, que a uno se le encoge eso que se ensimisma a veces —alma, mente o lo que sea; si lo es— y te vuelves a sentir pequeña y se te quitan las ganas de relatar tu cuento porque no quieres hacer el ridículo delante de los mayores.
Soledad, responsabilidad, momentos de desconcierto ante un fragmento del texto que no puedes aclarar con el autor, impotencia cuando compruebas que por mucho que lo intentas se te escapa algún gazapo o cuando ves críticas de lectores que no se preguntan de dónde, aparte del traductor, puede haber partido tal o cual error o que —también pasa— no ha consultado un diccionario para ver si esa palabra que le parece fuera de contexto en realidad no significa lo que él piensa, sino algo muy distinto.
Y el problema es que en este medio, tan bueno para unas cosas y tan inclemente para otras, se corre la voz y es imposible frenar las opiniones vertidas en la red de redes.
Es como aquella moraleja de la mujer que va a confesar que ha hablado mal de una vecina y como penitencia tiene que pelar un pollo en el campo un día que haya ventarrón, y después recoger todas y cada una de las plumas. Sin que falte una sola. La mujer protesta porque eso es imposible, y la respuesta y la moraleja es que tan imposible como eso es borrar por completo las calumnias esparcidas contra cualquiera una vez que las palabras salen de tu boca. En este caso, de tu teclado.
Lo malo es que en este medio, además, se suele hacer de forma anónima, escudado por un apodo. La red te da esa impunidad.
¡Huy! ¡Qué seria me he puesto! Vale, ahora es cuando se impone contar la anécdota, creo, así que os toca a quienes habéis llegado hasta aquí (jejeje, bienaventurados los pacientes, porque ellos no sufrirán estrés ni insuficiencias coronarias) aguantar un poco más para que os cuente algo que me ha pasado hace poco.
Había ido a comprar un ejemplar de Nueva primavera que tenía que regalar a unos amigos. No había mucha gente en la librería y me puse a charlar un rato con la persona que me atendía. Cambiamos impresiones sobre este mundillo de los libros en general y de los de fantasía en particular. Esta persona me dijo en cierto momento: “Ah, esta serie de La Rueda está bien y tal, y me gusta cómo lo hace la traductora.”
Me faltó poco para darle las gracias; tuve que morderme la lengua. Me puse hasta colorada porque me encontraba en una posición un tanto violenta; llevábamos un ratito de charla y en ese momento me dio “palo”, como se dice ahora, presentarme. Me pareció un poco forzado decir al cabo del rato, pues mira, te agradezco que opines así, yo soy Mila. No olvidemos que una es traductora, no escritora (perteneciente al colectivo de los invisibles), y aparte de mi familia y de mis amigos son pocos los que saben a qué me dedico. Cosas de mi timidez. Aunque, bien pensado, de la traducción depende que una novela sepa hacer llegar en otro idioma lo que el autor quiso transmitir; en algunos casos puede desgraciarla o, por el contrario, mejorarla. Son profesiones diferentes; y eso que un traductor necesita cierta dosis de imaginación, inventiva, creatividad, recursos para salir de un contexto complejo, etc. Oh, sí, la necesita; y en cantidades generosas, a veces.
Me marché pitando. Por pies. Como alma que lleva el diablo.*
Sí, sí, ya dejo de “dar la brasa”. Si habéis llegado hasta el final, añadid al currículo (como un punto a vuestro favor o un "master" en el extranjero) que poseéis una inmensa paciencia.
Hasta la próxima.
*Dedicado a un seguidor de La Rueda del Tiempo que escribe en unos foros y al que le extrañó que nombrara al diablo en un mundo donde no se lo menciona. Tal vez debí modificar un poco la frase hecha y decir: Como alma que lleva la Sombra. Claro que quizás el corrector no lo habría dejado pasar y lo habría cambiado.
Como he dicho, no voy a entrar en temas metafísicos, así que pasamos hoja.
Cuando salí de mi Nirvana particular, comprobé que la pantalla seguía en blanco, que no había venido ninguno de esos enanitos de nuestros cuentos infantiles que se ocupaban de hacerte el trabajo por la noche mientras tú (en plan egoísta absoluto como sólo los niños pueden serlo) dormías plácidamente y te soñabas encarnado en algún héroe o heroína de las pelis, alguien bello, fuerte, imbatible, admirado y aplaudido.
Esto... por cierto. ¿Es impresión mía o es que conforme las consolas se multiplican y reproducen como la freza de los peces se está dejando de soñar este tipo de sueños? ¿Se sueña hoy? Sí, claro que se sueña. Es una de las distintas etapas del sueño, así que imagino que ahora nos convertimos en Lara Croft o en cualquiera de los últimos super-magníficos-maravillosos-chachipiruli héroes y villanos de los juegos que, mira tú por donde, salen ya a la par que la peli de aventuras de turno. Maravillas de la informática -más bien del marketing- y de los tiempos frenéticos que vivimos; tiempos en los que se quiere todo y se quiere ya. Si además es por la “feis”, mejor que mejor.
¡Ups! (como diría un pequeño personaje de una de las series en las que he trabajado.) Me he desviado, he perdido el norte y ya no sé hacia dónde iba. A ver, recapitulemos...
¡Ah, sí! Los enanitos, esos capullos (mis disculpas, pero está así en el guión) que tendrían que haber venido a escribir esta... (tos)... reflexión (más toses para cortar la risa floja que me ha entrado), se han tomado la noche libre porque es el día del “currante anónimo”. “Enanos creativos de Fantasía: ¡uníos! ¡El vestido de paja convertida en hilo de oro, para quien lo teje!” O sea, que me toca darle a la tecla (y al coco) a mí porque hoy andan alborotados los colaboradores de mis sueños. Espero que sepáis disculpar mis carencias.
Entonces recordé lo que pasó cuando leí el artículo de César Ayala, que hizo que me sintiera identificada con sus opiniones y me convenciera de que no era un bicho raro. Por ello, mi siguiente paso ha sido recurrir a la herramienta más utilizada entre los internautas hoy por hoy, ¿adivináis? Claaaaro: ¡San Gúguel! Ahí busqué qué piensan y qué comentan otros traductores con la esperanza de que se diera de nuevo esa identificación con sus “gozos y sombras”, así como descubrir más cosas y aprender.
Ahí sí que me he quedado absorta con lo que iba leyendo y me he olvidado de lo que me rodeaba, cosa, por otro lado, a la que estoy acostumbrada por mi trabajo y que tampoco cuesta tanto esfuerzo, porque, aparte de los pertrechos necesarios para realizar el trabajo, poco hay en el despacho de lo que sea necesario aislarse.
El resumen de esas lecturas es que, por lo general, se habla de soledad, de responsabilidad, de autonomía laboral llevada con orgullo. Y de inseguridad económica —en cuanto a poder contar con unos ingresos más o menos regulares— llevada como se puede. Sí, claro que se aprende algo. Siempre.
Por un lado, te viene bien comprobar que no eres una tía rara, que ciertas ideas, manías y sensaciones son inherentes a esta profesión, no porque las neuronas te estén patinando. Que también puede ser, ¿eh? No hay que descartar ninguna posibilidad. Por otro lado, he leído artículos y comentarios que me han encandilado por la riqueza del vocabulario y los recursos literarios... (Oh, sí, es que —además— hay que procurar ser un poco escritor, ocupación que algunos de esos traductores tienen. Iba a decir también, pero creo que el “también” en este caso debe de ir con “traducir” no con “escribir”: algunos escritores también traducen.) En resumen, que a uno se le encoge eso que se ensimisma a veces —alma, mente o lo que sea; si lo es— y te vuelves a sentir pequeña y se te quitan las ganas de relatar tu cuento porque no quieres hacer el ridículo delante de los mayores.
Soledad, responsabilidad, momentos de desconcierto ante un fragmento del texto que no puedes aclarar con el autor, impotencia cuando compruebas que por mucho que lo intentas se te escapa algún gazapo o cuando ves críticas de lectores que no se preguntan de dónde, aparte del traductor, puede haber partido tal o cual error o que —también pasa— no ha consultado un diccionario para ver si esa palabra que le parece fuera de contexto en realidad no significa lo que él piensa, sino algo muy distinto.
Y el problema es que en este medio, tan bueno para unas cosas y tan inclemente para otras, se corre la voz y es imposible frenar las opiniones vertidas en la red de redes.
Es como aquella moraleja de la mujer que va a confesar que ha hablado mal de una vecina y como penitencia tiene que pelar un pollo en el campo un día que haya ventarrón, y después recoger todas y cada una de las plumas. Sin que falte una sola. La mujer protesta porque eso es imposible, y la respuesta y la moraleja es que tan imposible como eso es borrar por completo las calumnias esparcidas contra cualquiera una vez que las palabras salen de tu boca. En este caso, de tu teclado.
Lo malo es que en este medio, además, se suele hacer de forma anónima, escudado por un apodo. La red te da esa impunidad.
¡Huy! ¡Qué seria me he puesto! Vale, ahora es cuando se impone contar la anécdota, creo, así que os toca a quienes habéis llegado hasta aquí (jejeje, bienaventurados los pacientes, porque ellos no sufrirán estrés ni insuficiencias coronarias) aguantar un poco más para que os cuente algo que me ha pasado hace poco.
Había ido a comprar un ejemplar de Nueva primavera que tenía que regalar a unos amigos. No había mucha gente en la librería y me puse a charlar un rato con la persona que me atendía. Cambiamos impresiones sobre este mundillo de los libros en general y de los de fantasía en particular. Esta persona me dijo en cierto momento: “Ah, esta serie de La Rueda está bien y tal, y me gusta cómo lo hace la traductora.”
Me faltó poco para darle las gracias; tuve que morderme la lengua. Me puse hasta colorada porque me encontraba en una posición un tanto violenta; llevábamos un ratito de charla y en ese momento me dio “palo”, como se dice ahora, presentarme. Me pareció un poco forzado decir al cabo del rato, pues mira, te agradezco que opines así, yo soy Mila. No olvidemos que una es traductora, no escritora (perteneciente al colectivo de los invisibles), y aparte de mi familia y de mis amigos son pocos los que saben a qué me dedico. Cosas de mi timidez. Aunque, bien pensado, de la traducción depende que una novela sepa hacer llegar en otro idioma lo que el autor quiso transmitir; en algunos casos puede desgraciarla o, por el contrario, mejorarla. Son profesiones diferentes; y eso que un traductor necesita cierta dosis de imaginación, inventiva, creatividad, recursos para salir de un contexto complejo, etc. Oh, sí, la necesita; y en cantidades generosas, a veces.
Me marché pitando. Por pies. Como alma que lleva el diablo.*
Sí, sí, ya dejo de “dar la brasa”. Si habéis llegado hasta el final, añadid al currículo (como un punto a vuestro favor o un "master" en el extranjero) que poseéis una inmensa paciencia.
Hasta la próxima.
*Dedicado a un seguidor de La Rueda del Tiempo que escribe en unos foros y al que le extrañó que nombrara al diablo en un mundo donde no se lo menciona. Tal vez debí modificar un poco la frase hecha y decir: Como alma que lleva la Sombra. Claro que quizás el corrector no lo habría dejado pasar y lo habría cambiado.
Etiquetas: Tercios de Flandes
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