miércoles, 4 de octubre de 2006

A mi manera - El proceso de traducción de un libro (2)

Me he retrasado con la segunda parte y pido disculpas por ello, pero ya encontré ese hueco libre que no he tenido estos días, de modo que, recordando a Fray Luis de León y confiando en que no le moleste que tome prestada su frase temporalmente (se le cayó hace un ratito y no se dió cuenta; se la devolveré en cuanto le vea)

Decíamos ayer...

Seguimos con el caso que en la entrada anterior adelanté que iba a contaros. Procuraré no desvelar datos de algún libro en favor de los que no los han leído todos. Tendré que ser ambigua, como Mister RAFO, pero creo que es posible hacerlo sin revelar gran cosa de la historia. Sucede que uno de los Renegados está llevando a cabo un trabajo que se le ha encomendado y lo interrumpen para que acuda a la llamada de otro personaje. (Caramba, qué difícil es explicar lo mejor posible una escena sin “espoilear”.)

De camino (o de vuelta, ya no recuerdo bien) a la cita, el Renegado va pensando lo mucho que le molesta que le interrumpan su “trabajo” y el hilo del pensamiento concluye con la idea de que no le ha gustado nada que lo apartaran de su (en inglés) “charge” para ocuparse de otra cosa. Hay términos que tienen una traducción difícil de un idioma a otro y éste es uno de ellos. Ese “charge” es una persona, no un cargo que estuviera desempeñando, como creo recordar que apuntaba un lector en unos foros cuando “saltó la liebre”. Por ejemplo, el “charge” de un profesor sería un alumno; de un tutor, aquel que está bajo su tutela; de un médico, su paciente.

En este caso, por la profesión que el Renegado había ejercido en la Era de Leyenda, relacionada con el cuidado de la salud de la gente -y que en ese momento está ejerciendo de un modo muy peculiar- me pareció una buena solución traducirlo por “su paciente” al creer que se refería a la persona a la que estaba tratando cuando recibe la orden de acudir a la cita. Pues no. Al cabo de, no recuerdo bien si fueron tres o cuatro libros, saltó la liebre que decía antes. Esa liebre era que el Renegado no se refería a la persona que tenía que dejar de atender para asistir a la reunión, sino a otra que estaba a su cargo cuando recibió la orden de ocuparse del paciente a quien dispensa sus... -¡ejem!- cuidados. Resultó que esa persona en la que piensa como su “charge” no era un “paciente” sino alguien que tenía, más o menos, bajo su tutela (que tampoco es exacto, pero sí lo que más se aproxima a la relación entre el Renegado y el personaje en cuestión.) Así de complejo puede ser decidirse por una u otra acepción de un término a la hora de traducirlo. Y si no tiene repercusión en la historia, hay que dar las gracias mientras suspiras con alivio, pero como sí influya... Échate a temblar.

Otras dudas que se me plantean procuro solucionarlas con una consulta a la editorial, al tiempo que expongo las posibles soluciones que se me ocurren. Normalmente me atengo a lo que se propone desde la editorial, salvo si por algún motivo de la historia en general o del libro en particular pudieran surgir contradicciones o cosas chocantes. En ese caso, expongo mis razones por las que no considero conveniente la solución que proponen ellos. Al final se llega a un entente.

Hay también alguno que otro caso especial, como fue el de un gazapo de fechas en el original (de otra serie) que se transmitió a la editorial americana y la respuesta fue que se tradujera como estaba, que ya se corregiría en “próximas ediciones.” Daría risa -considerando cuántas reediciones suelen hacerse aquí de libros de fantasía- si no fuera porque piensas en los lectores.

Cuando saltan gazapos (casi siempre levantados por lectores, que he de decir que tenéis una memoria envidiable y una capacidad sorprendente para relacionar algo ocurrido en tal libro con otra cosa que sucede en tal otro) y con suerte se hacen reediciones, entonces se aprovecha y, al menos yo, transmito todos los apuntes y anotaciones que he recopilado a la editorial para que se rectifiquen errores.

Algunas erratas se producen al incorporar los cambios señalados por el corrector de estilo. Recuerdo un caso que ahora, con la distancia de los años transcurridos, me hace gracia, pero en su momento me llevé un buen berrinche. Coloquialmente, me pillé un rebote de mucho cuidado. Fue en un libro que tenía como protagonista a Tasslehoff Burrfoot. Al parecer, al corrector no debió de gustarle la frase “Tas echó a correr hacia el árbol” y quiso cambiarla -imagino- por “Tas corrió al árbol.” Al incorporar el cambio, alguien no entendió bien la corrección y lo que salió publicado fue: “Tas se corrió al árbol.” Grotesco. Lo más divertido fue la conversación que sostuve con la persona responsable en la editorial y la frase indignada que solté (aunque no voy a reproducirla aquí para evitar palabras malsonantes), que le provocó una carcajada, sobre la integridad de cierto apéndice corporal del pobre Tas tras su “encuentro abrasivo” con la corteza del árbol. La risa se me contagió al comprender lo chusco de la frase y se me pasó el mal humor.

Luego están las erratas que no son tal, como aquel caso de un lector que protestó por los “numerosos errores” que tenía la edición nueva de La Rueda. Un ejemplo que ponía era que algo ocurría “inopinadamente” cuando nadie había opinado nada. A veces no caer en cosas así es tan sencillo como consultar el diccionario si hay algo que te choca, antes de enfadarte sin motivo.

Me he dispersado, me he desviado el hilo principal, mecachis. (Vale, aquí habría quedado genial una de las exclamaciones habituales de Mat, pero... Guardemos las formas.) Prosigamos.

Mi jornada laboral comienza, como he dicho antes, alrededor de las nueve de la mañana, con el libro en el atril y el Oxford al lado, varios iconos en la barra de herramientas de las conexiones, enciclopedias y DRAE, y cuatro de documentos Word: uno de la traducción, otro con la lista de nuevos términos que voy confeccionando, el tercero con la nomenclatura general al que voy agregando lo nuevo que sale y por último, un cuarto en el que anoto las incidencias que surgen en el libro conforme aparecen.

Las incidencias son ciertos detalles sobre decisiones tomadas por mí misma o junto con la editorial respecto a la traducción de algún término, frase, escena o cosas que me han extrañado en el original porque no concuerdan con datos aparecidos con anterioridad (cosa que ocurre principalmente en Dragonlance) y, en resumen, todo aquello que se sale de lo habitual para que lo tengan en cuenta a la hora de concretar el texto definitivo en las últimas galeradas. Quizás algún día, si estoy de humor e inspirada, pondré una entrada con algunos ejemplos. Podría resultar hasta divertido. Una vez que todas las herramientas están preparadas, saludo a los personajes de la obra que tengo entre manos (mantener buenas relaciones con ellos facilita mucho las cosas), pongo algún CD de música suave que no exija mi atención, sólo que me sirva de compañía, y me lanzo a la aventura del día.

Unas tres horas después, hago un alto a media mañana y mientras me tomo un cafetito a veces echo un vistazo a las páginas de aficionados para ver qué vientos soplan. Tras otro par de horas de trabajo llega la parada para comer, con un descanso de hora y media, más o menos, y vuelta a la faena durante toda la tarde hasta las siete y media, las ocho o más, dependiendo de cómo se haya presentado la traducción ese día o si yo he estado más o menos lúcida. O espesa.

Como he dicho antes, el sábado dedico un buen rato a hacer una lectura de lo que he traducido esa semana o a los “flecos” que me he dejado sin traducir los cinco días anteriores. Hay veces que casi ardo en deseos de que llegue el lunes para reanudar el horario normal y trabajar cuando todo el mundo trabaja, en vez de sentirme un bicho raro que se machaca, inmisericorde y por propia voluntad, hasta el agotamiento, la irritación y la mala uva, mientras la mayoría de la gente disfruta de su merecido descanso semanal.

Por fin un día llego a la última página del libro y se termina la traducción. Sin pulir, por decirlo de algún modo. Es entonces cuando me dedico durante una o dos semanas en las que “cambio el chip” a leer la traducción como si fuese un lector cualquiera, sin pensar en inglés, porque es así como me doy cuenta de que ciertas frases o palabras que me sonaban bien al traducirlas, ahora resulta que no, que me saltan a los ojos. O por si cazo alguna incongruencia o falta de continuidad en personajes, escenas, etc. O se ha colado algún falso amigo -o falso cognado que, en cualquier caso, es un “cognadzo” de mucho cuidado para los traductores-. (¿A que me disculpáis este chiste fácil?)

Es un poco como hacer la labor del corrector de estilo; sólo “como” ¿eh? Otra labor que me parece muy importante es la revisión del corrector ortotipográfico; éste es un término que he descubierto hace poco. No sabía que se designaba así a la persona que hace (o hacía) la última lectura y que indica los posibles errores tipográficos o algo que no le encaja en el conjunto de la historia. ¿Seguirá existiendo la tercera galerada?

Hago un inciso para comentar que ese término, ortotipográfico, lo leí en "El proceso de publicar II", un artículo de un blog que me tiene encantada, no sólo por los temas que trata sino por el exquisito cuidado con el que está escrito y el uso de un lenguaje esmerado de su autor que es un gozo para los ojos y para la mente. Si sentís curiosidad por el mundillo editorial y los caminos a seguir por un escritor novel, os recomiendo que visitéis el blog Miserias literarias. Si os ocurre como a mí, que entré por curiosidad cuando un amigo me pasó la dirección y disfruté tanto con su lectura que he ido de una entrada a otra hasta que no me quedó nada por leer –incluidas las respuestas del autor a los comentarios de los lectores-, volveréis periódicamente por si hay algo nuevo.

Como decía un par de párrafos atrás, en esa lectura es donde voy incorporando las correcciones definitivas antes de enviar las páginas impresas de la traducción, junto con el soporte en el que va almacenado el texto para que se trabaje en él, así como la lista de nombres nuevos, las incidencias, el libro en inglés y si hay alguna otra nota para la persona responsable de mi apartado en la editorial. Y -¡cómo no!- lo que es importantísimo: la factura.

Os aseguro que después de empaquetarlo todo, protegerlo con cinta adhesiva de embalaje y pasarlo por la ventanilla de la oficina de la mensajería, suelto un gran suspiro y regreso a casa, sonriente. ¿Satisfecha también? Pues sí, reconozco que sí.

Ah, por cierto. Como también he visto a veces críticas sobre los títulos de los libros en castellano, admito mi parte de culpa en ello. Sobre todo en los últimos años, ya que a petición de la editorial también incluyo en la página de inicio, con el título en inglés y el autor, varias sugerencias para el título en castellano. Después es la editorial la que elige una opción o se decide por otra que considera mejor que las que propuse yo.

Ahí termina mi relación con ese libro, salvo alguna consulta desde la editorial si surgen dudas, ya sea en correcciones o en la traducción. Y sólo queda la guinda del pastel: que se publique y la editorial te envíe el ejemplar que te corresponde. Es un momento muy especial cuando lo tienes en las manos. Es algo muy tuyo. El de los libros es un tacto que siempre me resulta muy, muy grato, pero el de ése que has traducido tú... ¡Ay! Tiene algo mágico.

De nuevo llega la espera hasta que suena el teléfono o el aviso de entrada de un correo. Y vuelta a empezar otra vez.

Confío en haber logrado satisfacer la curiosidad de los lectores sobre el proceso de la traducción de un libro. A mi manera, insisto. Sólo es mi método y, como bien dice el refrán, cada maestrillo tiene su librillo.

Saludos y hasta la próxima

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