Llueve... Y estoy triste

Mi gato, ese animalito tan especial que abandonó algún desaprensivo y que vino desnutrido, deseoso de comer algo pero, sobre todo, ansioso por un poco de cariño, se ha ido hoy.
Dejad que os cuente que era un gran luchador, un superviviente nato, como me decían en la clínica veterinaria. Un tío duro. Tan duro que al principio pensé que tenía algún problema en las cuerdas vocales porque no maullaba, ni siquiera cuando, en un descuido, le pise la cola. Al mismo tiempo, era una criatura dulce cuando venía a darte cabezadas, a pedir que no te olvidaras de rascarle las orejillas y debajo de la barbilla y en la frente. Y también, cómo no, a todo lo largo del lomo, hasta que alzaba la cola para advertirte que el gato se te acababa.
Conquistó a toda la familia con paciencia, con tranquilidad. Ese animal transpiraba calma. Si lo sabré yo... La cantidad de mala sangre y de nervios que me habré quitado acariciándolo.
Entró en la casa y en nuestra vida sin hacer ruido. Y se ha marchado igual... Sin ruido.
Este mediodía salí con él al jardín, a tomar el sol un ratito. Lo veía ya muy mal, pero me di cuenta de que miraba por la ventana, como deseando salir al calorcito de los rayos del sol. Así que lo cogí en brazos y nos sentamos los dos en los escalones, cerca del pruno y de los rosales. Era uno de sus “rinchis”.
Y allí hemos pasado casi una horita, como lagartos, él en mis brazos y yo relajándome mientras le acariciaba y le hablaba y recordábamos ese día que llegó, muerto de hambre, y le puse un poco de pienso. Pero antes de comer, empezó a darme cabezadas en la mano. Agradeciendo esa comida. Luego lo devoró en un visto y no visto. Pero antes... las cabezadas y esperar la caricia en respuesta. Naturalmente, me conquistó. Y así fue haciendo con todos los miembros de la casa. A unos antes y a otros... le costó un poquito más. Pero nunca desfalleció.
Y así, hablando, recordando, sonriendo, acariciándole... Se me ha quedado dormido en los brazos. Él ya descansa, pero sé que me esperan unos días malos hasta que me acostumbre a no verlo en su sillón, a no oír las pisaditas que se acercan para avisarme que se le acabó el agua o que quiere salir a darse una vueltecita al jardín y tumbarse una buena siesta a la vera del rosal o, por la tarde, debajo del jazmín.
Seguro que donde has ido ya has encontrado otro jardín muy bonito, pequeño, pero yo voy a echarte mucho de menos. El día, que amaneció alegre y soleado, ha atardecido lluvioso y triste. Como yo.
Adiós
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